De un universo gastronómico que se cansó de probar tomates sin gusto, manzanas sospechosas de estar bañadas con pesticidas y frutillas hermosas a la vista pero sin madurar y fuera de estación.
Volver a las raíces. Más literal que nunca, ese parece ser hoy el lema de cada vez más chefs, de más clientes. En una especie de “hazlo tú mismo” culinario, los restaurantes construyeron sus propias huertas, y como un brote, la tendencia se expande a fuerza de ingenio y ganas de volver a comer sano con frutas, verduras y hierbas que inunden de sabor el paladar. Si en un principio la búsqueda de alimentos orgánicos llevó a los maestros de la cocina a recorrer granjas y campos para encontrar los mejores productos, desde hace algunos años muchos restaurantes optaron por acercar los cultivos a sus chefs: ya sea con una huerta en la terraza o a un costado de los restaurantes, el fenómeno es mundial.
Atravesada por conceptos novedosos y a la vez rimbombantes como el de la gastrobotánica —el estudio de viejas y nuevas plantas y sus componentes—, la tendencia de los restaurantes con su huerta puede empezar a rastrearse en la historia de chefs que, como el francés Michel Bras o la española multipremiada Carme Rusculleda, se inclinaron hace casi treinta años por un estilo de cocina basado en el uso de verduras y hierbas frescas sin obviar la estacionalidad de cada alimento. Casi en simultáneo, en Italia, a principios de los noventa, el movimiento
slowfood, fundado en la utilización de alimentos regionales y el respeto al medioambiente, sembraba la semilla para lo que, años después, sería la difusión masiva de los hábitos sanos que hoy empiezan a rodear a miles de cocinas.
El nuevo siglo, y en particular la última década, llegaría con la proliferación de los restaurantes apuntados a la creciente clientela vegetariana y a los curiosos por la comida orgánica. La tendencia, no obstante, no se reservó solo al movimiento que hizo del reino de las plantas y los hongos sus ingredientes indispensables: grandes y reconocidos restaurantes del mundo aptos para cualquier comensal también se pusieron manos a la obra y cultivaron el espacio del que disponían, empujados por chefs impacientes por tener los mejores productos para sus platos.
Es el caso de Noma, el restaurante danés, primero en el
ranking del magazine Restaurant que, con su chef René Redzepi, convertido en una personalidad de influencia, parece plantear una revolución verde apoyada en los productos locales, orgánicos y de su huerta, claro. El sexto lugar en la lista de los mejores corresponde al español Mugaritz, en San Sebastián: su enorme
baratza (huerta) colmada de hinojo, jengibre, zanahorias, rabanitos y 125 variedades de plantas distintas no llega a ser el Jardín de Versalles, pero nada tiene que envidiar a otros grandes espacios verdes y multicolores.
El argentino Mauro Colagreco, dueño de dos estrellas Michelin, es el exponente argentino en el mundo del restaurante con huerta propia: la tiene tanto Mirazur en Francia como Unico en Shanghái, China, y sus menús varían según lo recolectado en el día.
Argentina al día
En sintonía desde hace rato con las últimas tendencias, la Argentina suma, a paso lento pero firme, sus modelos gastronómicos a la ola de restaurantes con huerta propia. “Cuando necesitás una planta es hermoso ir a buscarla y cortar un par de hojas”, explica Nicolas Darzacq, el chef francés que pilotea la cocina vegetariana del restaurante Algaia, ubicado en el cada día más novedoso barrio de Colegiales. “Es un placer grande”, agrega entusiasmado. “Ir a limpiar, darle agua a la tierra, yo lo tomo como una terapia: cada tanto me aíslo ahí, arreglo la huerta y pongo las manos en la tierra”. Aunque con el espacio que tienen no llegan a abastecerse totalmente, cada plato lleva algún toque de lo que el patio ofrece: albahaca, estragón, jazmín —para el té— y hasta malva, una flor violeta importada por Darzacq desde Francia.
Aunque sería normal asociar el resurgimiento de las huertas al vegetarianismo, la realidad es que lo natural no discrimina: Los Girasoles, en Carlos Keen, es el restaurante de la Fundación Camino Abierto que integra a niños provenientes de institutos de menores a la sociedad, al campo y a la cocina. El dato: todos los productos que utilizan vienen de la granja y la huerta, para mostrar a cualquier comensal que la combinación campo y
gourmet existe. “Veíamos que un restaurante solo no comprendía todo el proyecto, sino que teníamos que hacer algo para sustentarnos”, cuenta Susana Esmoris, presidenta de la fundación. ¿Cómo explica ella esta tendencia? “No, no es una moda, es una necesidad de volver a las fuentes. Yo lo llamo comida consciente, y es la dirección hacia donde va la gastronomía”.
Fuente: turismoinformativo.com, encontrado en
www.freshplaza.es